Esa mañana cuando Felipe se despertó en su departamento de Miraflores tuvo la intuición que en la noche vendría un sueño especial. Él siempre esperaba la noche para poder soñar. Desde joven había soñado mucho, pero ahora a sus 82 años soñaba más que nunca. No estaba seguro qué día era, así que fue a su escritorio a buscar su agenda. Su agenda era marrón y tenía en la portada sus iniciales grabadas en dorado: FT. Abrió la agenda y se acercó a ella para olerla. El olor a papel seguía siendo de sus olores favoritos desde que leyó su primer libro cuando era niño. Vio la semana en la agenda y confirmó su sospecha: hoy era jueves. Los jueves se sueña en grande dijo en voz alta. Cerró la agenda con energía y salió de su escritorio. Decidió que esta noche tomaría lonche más temprano.
A las seis en punto de la tarde fue a la cocina a sacar todo lo que necesitaba. La cocina estaba impecable y sobresalían unas flores naranjas y blancas que estaban en una repisa de madera. Había un comedor de diario que para Felipe era una de las dos cosas más importantes a la hora de escoger una casa. La otra era la presión de agua de las duchas. Cuando su esposa murió y tuvieron que buscarle un departamento él rechazó dos por mala presión de agua y dos porque no tenían comedor de diario. Buscó la bolsa marrón hasta que la encontró. Sacó el chancay de ahí, cortó dos pedazos y antes de ponerlos en el horno los olió. El chancay era olor de domingo en familia. Puso los pedazos en el horno, y cuando sonó la campanita los sacó y les puso mantequilla y canela.
El olor a canela le hacía recordar a su mamá que había fallecido cuando él tenía diez años. Ahora, a pesar de los años, siempre lograba llegar del olor de canela a su madre. Una mezcla de olor refrescante, con jazmín y con ese no sé que tienen los olores de madre. Se sentó en el comedor de diario, pero al ver el plato blanco con el chancay calentito sintió que esta noche no quería tomar lonche solo. Esta noche quería tomarlo en la de sala de televisión con Tony. Se paró, y con sus manos gruesas y con manchas marrones en sus dorsos puso su plato con chancay y su taza de medio litro de agua bien caliente en un azafate.
Al cumplir cuarenta años Felipe descubrió que le encantaba tomar agua caliente pura. Cuando recién comenzó a hacerlo la gente no entendía porqué la tomaba sola: “al menos ponle limón, es rica con limón”, “¿sola, sola?”, “tengo una mentita si quieres ponerle”. Al comienzo él explicaba que le gustaba el sabor, y que de un momento a otro pasó de las infusiones al agua caliente. Nadie quedaba satisfecho con las respuestas así que después había optado por una solución más eficiente: inventarse condiciones absurdas para explicar este raro gusto.
Una vez le hizo creer a su hermana Marta que tenía una condición llamada “Síndrome Requetz” que hacía que alucine si tomaba cualquier infusión. Estaban en un lonche familiar, y ella muy intrigada a solas le preguntó:
–¿Cómo que te hace alucinar hermano, alucinar qué?
–Alucinar todo Martita. Tomo la infusión y las plantas empiezan a hablarme y las tazas de café empiezan a bailar boleros. No logro distinguir la realidad de la ficción. Es una condición muy rara.
Marta escuchó a su hermano mayor atentamente. Desde que era niña creía todo lo que Felipe decía con una confianza ciega. Donde llegaba su hermano mayor no llegaba nadie. Nunca más le sugirió que tome una infusión.
Felipe llegó a la sala de televisión con su azafate. La sala tenía un sillón gris de tres cuerpos, una mesita al costado de madera y varias fotos de su familia en las paredes. Apoyó el azafate en la mesa. Estaba ilusionado con tomar lonche en compañía de Tony, o como cariñosamente a veces él lo llamaba: el Toño Bennett. Se sentó, agarró el control remoto, pero no se acordaba cómo poner el concierto de Tony Bennett en su “Smart TV” que le había comprado su hija Camila. Hasta ahora no entendía por qué le habían puesto ese nombre a este tipo de televisores si eran los aparatos menos inteligentes que había visto. Para Felipe la inteligencia siempre estuvo asociada a la capacidad de ser conciso y honesto. Para él los televisores de hoy eran cualquier cosa menos esto. Aún se acordaba cuando su tía le contó que la primera vez que vio un televisor y se quedó sola frente a uno, buscó detrás del aparato a ver si por ahí salían las personitas.
Felipe decidió llamar a su hija para que le ayude a poner el concierto en la televisión. Camila tenía grabado el teléfono de la casa de su papá como un teléfono de emergencia. Ella siempre contestaba. Una vez contestó mientras estaba dando una conferencia en Buenos Aires sobre el juego: “perdonen, es mi papá y seguro necesita ayuda con algún aparato”. Todos los asistentes se rieron, y cuando colgó ella explicó que su amor por el juego lo había sacado de él: un sociólogo que explicaba las cosas con objetos, juegos y personajes de ficción.
Esta vez cuando Felipe llamó a su hija ella estaba en una reunión con su socia y le contestó rápidamente.
–Pichoncita, ¿del 1 al 10 cuan ocupada estás?
–A ver, yo diría que un 8.7 para el mundo, y -0.5 para el joven Felipe.
Felipe se río y le respondió que estaba muy bien diferenciar los puntajes. “Pichoncita, quiero ver el concierto de Tony Bennett, pero no me acuerdo qué tenía que hacer”. Camila le explicó que ha dejado todo listo para que él prenda la televisión, aparezca la cara de Bennett y ponga play. Antes de colgar Camila le preguntó:
–Pa, del 1 al 10, ¿qué tal está el chancay?
Felipe contestó que 7.5 porque se le ha enfriado un poco. Ambos se rieron y colgaron el teléfono. Felipe prendió la televisión y siguió las instrucciones de su hija y le funcionó. Empezó a sonar la primera canción del concierto de Bennet: “I got you under my skin” y Felipe empezó a mover las caderas de lado a lado mientras comía lo que quedaba de su chancay con canela. Tomó un sorbo de agua caliente y se distrajo con el sonido de unos niños que venía de la ventana. Con la curiosidad de siempre se asomó para ver a los niños y descubrió que eran sus vecinos que están jugando. Alec de 7 años y su hermano menor Vasco de 5 años. Ambos niños eran altos, flacos, con ojos claros, y un pelo oscuro y ruloso. Los niños vieron a Felipe y lo saludaron. Felipe notó el piso pintado con tizas, y se dio cuenta que estaban jugando Mundo y les dijo: “muchachos, esos sí son juegos. No los de ahora”. Vasco respondió que el juego que él les enseñó: Cucurucho, se lo enseñaron a sus primos y ahora lo juegan juntos. Felipe les hizo un gesto con las manos que eso estaba está genial y se despidió porque tenía que volver con su amigo. Los niños le mandaron saludos a su amigo y Felipe cerró la ventana. Tony ha seguido cantando todo este tiempo. Felipe se sentó otra vez frente al televisor y mirando a la pantalla susurra:
–Tony, no quiero interrumpirte pero Alec y Vasco te mandan saludos.
Ahora estaba sonando “The way you look tonight” y como siempre se acordó de la última vez que bailó esta canción con Manuela, su esposa por 40 años. Felipe miró su reloj y pensó que se le estaba haciendo tarde para dormir. Se levantó de su sillón y llevó su azafate a la cocina. Puso la taza y el plato con las migajas de chancay en el lavatorio y guardó el azafate. Apagó las luces de la cocina, y fue hacia su cuarto. Su cama era una cama doble, con respaldar de madera y con un cubrecama color hueso y almohadas blancas. Miró la hora en el reloj que tenía en su mesa de noche. Las siete y media. Perfecto, pensó, estoy a tiempo. Sacó su pijama azul que estaba, como siempre, doblada a la perfección debajo de su almohada. Una pijama de algodón suave, de manga larga. Felipe olió la pijama y se puso contento. Le encantaba el olor a limpio y se acordó que la señora Rubí había lavado su ropa ese día. Le gustaba los días que dormía con pijama limpia. Le generaba una sensación especial, como si dormir con pijama recién lavada hiciera que uno entre más limpio a los sueños. Se puso la pijama en el baño, se lavó los dientes, la cara y volvió a su cuarto.
Se echó en su cama y apagó la luz de la lámpara de su mesa de noche. En su cabeza aún sonaba la voz de Bennett. Se quedó mirando el techo un momento con la tonada en la cabeza, luego se puso de costado a esperar el momento de quedarse dormido. Prefería dormir mirando la mesa de noche. Cuando dormía para el otro lado sentía que la cama era muy grande para él solo. Poco a poco se fue quedando dormido. Hasta que llegó al sueño.
Felipe se mira al espejo del camarín de un teatro antiguo y elegante. Se pasa el peine por su pelo blanco y brilloso. Está vestido de gala con su pijama de manga larga azul recién lavada, y sus pantuflas grises. Escucha desde el camarín el público que habla y comenta antes de la función y siente cómo el corazón se le empieza a acelerar. Hay unas flores naranjas en el tocador con una tarjeta que dice: “Eres un campeón” y al costado hay un corazón dibujado con crayola naranja. Felipe reconoce la letra de su mamá. Se mira al espejo y sonríe. Escucha que alguien le toca la puerta y que dice: “ya estamos listos para ustedes, él te verá ahí”. Felipe responde que ahorita va. Sale del camarín, y a medida que se acerca al escenario escucha más a la audiencia. Camina con la calma de siempre por un pasadizo pequeño detrás del escenario. Siente cómo su corazón late cada vez más rápido. Llega al escenario y se da cuenta que el teatro está lleno. Mira al piano y se sienta para empezar con el concierto apenas él esté listo. La gente lo aplaude y Felipe los saluda desde el banco del piano con un movimiento de cadera y una gran sonrisa. De pronto, se abren las cortinas y sale él.
El gran Tony Bennett que saluda a Felipe con la mano, y le pregunta si está listo para empezar. Felipe sonríe y le dice que está listo.
Tony se dirige al centro del escenario, coge el micrófono y empiezan a tocar juntos “The Way you look tonight”.
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